Carl Størmer |
Corría el año 1890, en mis manos quemaba la cámara, sabía que en ella había
grandes posibilidades; miraba a las gentes pasar, me divertían sus rostros, los
ademanes apresurados en unos, la languidez de otros; a veces, se cruzaban ante
mí inquietos y traviesos, los niños (con Elizabeth no tuve hijos), cómo deseaba en esos momentos poder guardar sus risas, sus
correrías, guardarlas para siempre a buen recaudo.
Subyugado por el instante, por la perpetuación eterna de ese momento, ideé
una lente capaz de conseguir la sensación de movimiento. Feliz, quise airearlo,
contar a los cuatro vientos mi logro, pero se cruzó Madeleine en mi vida, y
decidimos escapar a París. Su sensualidad me atraía tanto o más que la cámara, y
claro, no lo pensé dos veces, tomé una maleta en la que coloqué mis más
preciadas pertenencias y al día siguiente, ya en el tren, ella me propuso
modificar mi atuendo, aquel ferrocarril me vio llegar como hombre y salir como
mujer.
Hemos vivido todos estos años juntos, amándonos hasta la saciedad, no me
arrepiento de ninguno de los minutos de nuestra existencia, pero hay algo que me
reconcome por dentro: Me quedé sin el honor de pasar a la posteridad como el inventor del cinematógrafo. Edison me hizo
llegar una foto tomada aquel 16 de septiembre, la policía indagaba sobre mi paradero,
y él, siempre tan avispado, aprovechó para chantajearme, o le revelaba mis
descubrimientos o él mostraría al mundo dónde localizarme. El resto ya lo
conocen.
© Yashira 2018
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