Cuando nos conocimos, nuestras miradas eran limpias, transparentaban ilusión. Con el paso del tiempo la de mi pareja se fue oscureciendo. Pensé en que la pupila se dilata en la penumbra, pero a plena luz del día sus ojos aparecían sanguinolentos. Si me fijaba detenidamente, cosa que trataba de hacer con disimulo, empezaba a encontrar sentido en aquellas líneas rojas, letras, imágenes, casi un relato completo de cada una de sus andanzas. Aquel hombre tan, aparentemente, honesto, no dejaba títere con cabeza. Pude leer cada aventura que siempre me negó; sus coqueteos, sus armas para convencer, su soltura a la hora de mentir y tergiversar; hasta se le habían quedado impresas las veces que había dormido fuera de casa y con quién.
Uno no engaña a quien verdaderamente ama, la mentira se suele pagar muy cara.
Me harté de sus palabras envenenadas, aquellas que se contradecían con la historia que veía cuando le miraba. En sus ojos casi no quedaba espacio para más engaños.
Nunca me creyó, me reprochaba falta de amor, decía que había dejado de quererlo y por eso le decía todas aquellas cosas. Y ahí, sentado delante de mí, era capaz de ir negando cada imagen que yo veía o leía, su cinismo no tenía límite, así que el límite lo puse yo.
En una relación, la sinceridad es un pilar fundamental. Igual que no deseas ser engañado, tampoco debes engañar.
© Yashira 2022