Se acerca presuroso a recoger del suelo la lágrima cristalizada, no permitirá que nadie la vea, no lo delatarán jamás.
Ella trabajaba en su oficina y él la amaba en secreto. El día que se le declaró, también se declaró en guerra con su puesto: siempre prohibió las relaciones entre los empleados y nunca se acercó demasiado a ninguno de ellos. En esta ocasión algo falló, no contó con sus embrujadores ojos negros, ni con su risa clara, sus manos blancas y sus amplias caderas.
No tuvo opción, ella lo rechazó.
Abre el arcón y mira su cara morena entre millones de perlas blancas, deposita con cuidado la que acaba de recoger, no se derrita y deje rastro.
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