Estaba achicando agua sin descanso cuando oí el alarido. El jefe entró gritando.
Era lo normal, siempre gritaba por algo. Esta vez, al menos, la razón era evidente, la sala de las máquinas estaba inundada. Dos horas atrás había reventado una tubería. No tuve tiempo de averiguar el motivo, mi única decisión fue intentar sacar el agua cuanto antes, tratar de evitar que se arruinaran esos monstruos tan caros.
Él seguía gritándome, claro, no había nadie más, mis compañeros salieron al finalizar su turno e ignoraron el problema.
Como culpable, sólo yo.
Al día siguiente se comprobó que, el que tanto gritaba había provocado el desastre. Taponó el desagüe con un montón de colillas y restos de puro, único trabajo que desarrollaba a lo largo del día, ese y, el de gritar.
¿Alguien piensa que se disculpó o, al menos, me dio las gracias por ayudar?
No, nada de nada. Ante la evidencia, me volvió a gritar y dijo muy serio: A partir de ahora revise bien los desagües antes de marcharse! No vuelva a dejar que este estropicio se repita!
Si naces culpable a los ojos de alguien, mueres culpable. Es curioso con qué facilidad cargamos a los hombros ajenos, incluso lo que solo a nosotros corresponde.